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La isla fue un inmenso terreno donde todos podían ser vistos, siempre.

A más de sesenta años de cerrado, el viejo presidio parece borrarse en la memoria, las historias olvidadas, apenas reconstruidas, y un archivo perdido, quemado en uno de los tantos incendios hablan muy poco de lo que pasó. Sin embargo, todavía, nadie parece poder escapar.

La Cárcel
Colonizar y fijar mojones de soberanía. Con esos objetivos llegó el Estado nacional a este “territorio en riesgo”. Adriana Bustos recuerda antecedentes. Argentina sólo siguió el ejemplo, que tuvo en Australia uno de los eslabones más significativos. Otra vez una isla.

“Desde fines del siglo XVIII –recuerda-, Inglaterra y Francia ya habían usado transporte punitivo para poblar islas lejanas con delincuentes condenados. Este modelo, propio de las ciudades modernas en pleno crecimiento, resultaba atractivo para descongestionar la creciente población criminal mediante la simple extracción de delincuentes de los centros urbanos”.

La cárcel es también la historia de Ushuaia, la ciudad nació a partir de ella y se impregnó de la vida en el encierro. Esta simbiosis se mantiene en la pregunta permanente acerca de la relación adentro/afuera. Rodeada de obstáculos físicos, el presidio convirtió a la fuga en una experiencia prácticamente imposible. Y si bien la cárcel cerró sus puertas en 1947 y desde 1984 el espacio se reabrió como museo histórico, el edificio aún evoca sus orígenes y su aislamiento en el fin del mundo.

La propuesta de Bustos, retomando la historia que se metió silenciosamente en la vida de todos quienes habitan la isla, fue crear un artefacto volador para escapar, una máquina casera para “actualizar, como un nuevo Ícaro, aquellas fugas, siempre en verano, frustradas e imposibles por la adversidad implacable de su intemperie, en un entorno de montañas inmensas, bosques impenetrables y un mar helado y temperamental”.

Fernando Farina